¿Ha muerto la lectora?



El jueves estuve en Madrid. Asistí a ‘La muerte de la lectora’, la performance en la que Luna Miguel estuvo leyendo durante cuarenta y ocho horas. Es decir: fui a leer con Luna y con otros tantos. Llegué tarde, unas diez horas antes del cierre, cuando ella ya llevaba unas treinta y ocho horas leyendo. Estaba acostada sobre una alfombra de pelo negro en el centro de la sala. La rodeaban cuatro pilares de piedra, ocho tulipanes que cabeceaban hacia ella y los montones de libros que iba cambiando de lugar para combatir el tedio. Como en una celda cisterciense, apenas había ornamento.

Ella leía y el resto leíamos con ella.  Entre sus manos: Tove Ditlevsen; entre la mías: Cristina Rivera Garza. Y al igual que hay quien busca su reflejo en los posos del café, busco en el libro algo para pensar lo que veo. Lo encuentro. Rivera Garza habla de la casa sin muebles en la que escribió El invencible verano de Liliana. Desamueblar, dice, le sirvió para crear una equivalencia entre los modos de habitar el espacio y la experiencia de narrar la muerte de su hermana. Desamueblar para rehacer la forma de ocupar un lugar. La escenografía de Paola de Diego obliga a ello. Sin muebles, Luna ha de leer acostada o sentada en el suelo. Los visitantes, más afortunados, tenían unos bancos -sin respaldo- y un puñado de cojines rojos. Pero aún con los bancos y los cojines, no tardé en entender la desnaturalización de la que habla Rivera Garza. El libro pesa sostenido en el aire, el banco se desliza si lo buscas como respaldo; el suelo, qué sorpresa, está frío y duro. Las articulaciones se entumecen al rato y el cuerpo se retuerce para recuperar posturas de la infancia. Se levanta, camina, busca el apoyo de una columna. Y solo llevaba un par de horas.

Al fondo de la sala, en la penumbra, había unos sillones mullidos y acogedores, pero nadie los usaba. Los visitantes se quedaban cerca de Luna. Habían venido a leer con ella; a leer como ella. «Escrutadme como aquellas que fotografiaban en la Salpêtrière  o acompañadme en el delirio», se podía leer en uno de los textos que Alicia Valdés pensó para la ocasión. «Pústulas desde las mana la lectura. Pistilos de flores secas» o «Quería expiarme a través de la lectura pero seguir leyendo solo aumenta el goce».

Son ellas, Alicia y Paola, también las que cuidaban de la lectora. Y si no estaban, siempre había alguien que le llena el vaso de agua o la copa de vino; que le traía lo único que tenía permitido comer, pan —el día anterior había escuchado a la poeta Izara Batres decir que al poesía es como tragar una miga de pan, algo simple y complejo a la vez; y pienso que quizá también lo sea la lectura: leemos, pasamos páginas, pero ignoramos la dimensión de ese gesto—. En uno de los jirones de papel que iba colocando alrededor de su espacio escribe: «leo porque me cuidan, leo porque tengo amor». Escribe eso y que se ha bebido tres cafeteras y un bubble tea de matcha y tapioca para aguantar. Eso y que la lectura es tantas veces el sustrato de la amistad (¿o era al revés?). Eso y otras cosas.

Había en la sala un olor meloso a lirios también blancos. En un lateral descansaba una corona de flores con una banda: «A la lectora. 1990-2029» —para enterarse de la broma hay que acudir a Leer mata—. Los visitantes se miraban entre ellos sin saberse mirados; solo los más veteranos —una pareja lectora ha pasado allí bastantes horas— parecen entender el caprichoso equilibro entre solemnidad y broma que hay en todo ello. Las horas pasan raras. Las lumbares ya duelen. La vista, harta de la página, se tensa contra las pocas y estrechas ventanas que dan a la calle. ¿Esas hojas son de un árbol de la pimienta? «Queda una hora para que cierre la biblioteca y un poquito menos para que comience el recital», dice la lectora, ¿viva?

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