Al protagonista de La montaña mágica, Hans Castorp, le preocupa el tiempo. En el sanatorio Berghof, a más de mil seiscientos metros de altura, las horas pasan raro, de un modo distinto a como pasan abajo en el valle. Seguramente porque no hacen otra cosa que comer y aprender la técnica de enrollarse la manta de pelo de camello con tan solo tres gestos de una mano. No tenemos un órgano para percibir el tiempo, le dice Castorp a su primo mientras se toman la temperatura. Desde entonces pienso que para quien pasa buena parte del día escribiendo, leyendo o editando –es decir, leyendo-, los libros podrían ser lo más parecido a ese satélite del cuerpo con el que sentir el paso de los meses y los años. Cuando el calendario y la percepción del tiempo se descabalgan, ahí están los libros que hemos escrito o leído como apéndices extirpados para dar cuenta de que todas aquellas horas pasaron y lo hicieron delante de ellos.
Estos son nuestros órganos para percibirlo; nuestras pequeñas extremidades con las que lo asimos y lo palpamos. Sin ellos, ¿podríamos decir que un año ha pasado?
Gracias por acompañarnos y leernos.