Un recorrido por la ciudad sin imágenes

El protagonista de La ciudad sin imágenes dice tener una afección que le impide reconocer las caras y recordar los espacios. Camina y las avenidas se retuercen sin llevar a ningún sitio. Pasea y la memoria colapsa ante las plazuelas, los callejones y los parterres. Para él, la ciudad es un laberinto que se renueva a sus espaldas. Cuando se gira, ya es otra. En este ensayoel autor inaugura un nuevo tipo de flâneur en el que la ciudad recorrida carece de forma permanente. «La Puerta del Sol puede ser totalmente circular, el paseo del Prado es un pasaje estrechísimo al que apenas llega la luz y la calle Sierpes tiene tres carriles de coches y rascacielos», escribe.

En sus frecuentes e inverosímiles visitas al médico, el paseante le cuenta la forma en la que las imágenes se suceden en su cabeza. La afección no tiene una lista de síntomas fijos o por lo menos estos no se mantienen invariables con el tiempo. Hay días en los que la memoria se vuelve más precisa y otros en los que se torna opaca. Esas intermitencias son como «las contradicciones de la enfermedad»; unas contradicciones ante las cuales el doctor duda y busca patrones y causas comunes que nunca encuentra. «Estoy malo de maneras inconsistentes», afirma el caminante. 

El paisaje no existe en su cabeza porque en ella las formas y colores se deslizan hacia el olvido. Su visión, su capacidad de percepción, no conduce a ninguna imagen. Ante esta circunstancia solo las palabras son capaces de fijar los lugares: para orientarse ha de seguir una retahíla de nombres y de gestos: para llegar a tal sitio se ha de doblar en cierta calle y girar a la izquierda en ese otro callejón. Los rótulos, los hitos, los carteles y los textos de los monumentos se convierten en narración y poema porque en la imaginación de este flâneur, en su laberinto de imágenes que es la ciudad, el lenguaje es el único mapa posible.

La ciudad sin imágenes recorre las ciudades en las que el escritor ha vivido para mirarlas de una forma nueva. Para tratar de hacer habitables los espacios de la memoria. En sus páginas emprende la búsqueda de aquellos refugios urbanos en los que el tiempo se detiene o se acelera tanto que iguala su condición al del resto de paseantes. En sus palabras: «aquellas huellas de la ciudad donde existe un ritmo que pueda seguir sin sentirme ahogado». El viaje subterráneo en metro con sus estaciones saturadas de indicaciones y textos le resulta enormemente satisfactorio. Las exposiciones permanentes de los museos, con sus pinturas siempre iguales colgadas en los mismos lugares, le aportan sosiego. No obstante, le inquieta la fingida permanencia de los parques y sus árboles cortados y sus parterres replantados; las remodelaciones de las plazas o la falsa continuidad del patrimonio.

El flâneur del siglo XIX era una figura decadente encarnado en la figura de Baudelaire y otros escritores de la época que se concebían como exquisitos observadores de lo urbano y espectadores ávidos que se mezclaban con la multitud. En la entrada del siglo XX, Walter Benjamin decretaría la muerte del flâneur con el triunfo del capitalismo y de la sociedad de consumo, viéndolo ya no como un apasionado observateur parisino sino como otro signo más de la alienación urbana. Un burgués diletante que surge del capitalismo de consumo y de la vida moderna.

¿Cómo será el flâneur con prosopagnosia del siglo XXI para el cual los problemas propios de la ciudad emergen entre las constantes restauraciones de los monumentos y las obras en las avenidas; entre los comercios pop-up y la nostalgia castiza de los restaurantes y tascas recién abiertas que imitan un pasado inventado? El paseante de este ensayove más de lo que ve. Las imágenes se suceden en trompa sin fijarse en ningún sitio. Y esta lucidez burbujeante y atropellada le permite diseccionar la manera en la que en nuestras vidas se mezclan los viajes el trabajo, el turismo, la búsqueda de un espacio habitable y el capitalismo desalmado. Deja de ver en el espacio y observa lo extraño que resulta su existencia. Para Gallego Benot, lo mismo da el monumento que la tienda de souvenirs que lo acompaña, la gran vía decimonó­nica que el estrecho callejón de la periferia.

Los monumentos y museos de Londres, el río de Sevilla en el que remaba de adolescente; la periferia de Madrid o el callejón madrileño en el que se acumula la basura son algunos de los espacios que transita. La ciudad sin imágenes recorre algunas de las urbes en las que Juan Gallego Benot ha vivido, pero también traza un paseo por la manera en la Shelley, Baudelaire o Wordsworth han retratado las tensiones entre el campo y la ciudad.  

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