Kafka pasó sus últimos días de vida en el sanatorio de Kierling. Una tuberculosis laríngea le dejó postrado bajo el mandato médico de guardar silencio; orden que como contó Max Brod, obedeció prácticamente en todo momento. Para comunicarse con quienes le acompañaban y visitaban, garabateaba palabras en unas tiras de papel. Eran ideas o imágenes borrosas, solo perfilables por el contexto y la cercanía con el autor. Él escribía y sus amigos adivinaban, interpretaban y se esforzaban por comprender. La selección de jirones puede leerse hoy como un extraño poema. La mayoría —«Un poco de agua; estos trozos de pastillas se pegan como astillas de vidrio en la garganta», «Y mueve las lilas hacia el sol», «¿Tienes un momento? Entonces rocía ligeramente las peonías», «Un pájaro estuvo en la habitación», «Agua mineral – podría una vez por diversión», «El miedo, una y otra vez», «Un lago no desemboca en ningún lugar, ya sabes» o «Mira las lilas, más vivas que el amanecer»— parecen expresar el dolor en la garganta que le impide comer o incluso beber. Y como escribe Josipovici, «Es probable que esta sea la razón por la que está obsesionado por las flores de su habitación y por su capacidad de tomar agua incluso muriendo tras ser arrancadas de la tierra y de su entorno natural».
La atención puesta en las flores, el agua y los embalses crea una tensión en el lenguaje, que expresa un dolor y una agonía que se vuelve incluso más misterioso cuando descubrimos que estas fueron algunas de las últimas palabras escritas por el autor. Josipovici recuerda el placer que le producía a Kafka la palabra hablada; la felicidad que, según indica en sus diarios, le traía leer historias en voz alta o pronunciar un discurso público sobre el dialecto yiddish. Y, al mismo tiempo, las dudas e incertidumbres que tenía sobre la escritura. Como tantos otros escritores, dice Josipovici, «recurrió a la escritura —a la página en blanco y a la pluma— cuando necesitó darle sentido a su vida, y al igual que todos nosotros, le acechaba con frecuencia la idea de que la escritura, lejos de darle sentido a las cosas, solo lo conducía a nuevos conflictos y a una mayor confusión. Es solo que Kafka lo padecía y lo expresaba de un modo mucho más poderoso que cualquiera de nosotros».
Y, sin embargo, en sus últimos días, Kafka es privado del habla y condenado a la escritura. No obstante, ha de recurrir a ella, ha de confiar en ella para comunicarse con sus últimos compañeros de vida: Dora Dymant y Robert Klopstock. Este es tan solo uno de los casos y ejemplos que Gabriel Josipovici utiliza como punto de partida para reflexionar sobre los infinitos vericuetos que comunican la literatura con la corporalidad; la escritura y la lectura con la carne, los músculos y las vísceras que la llevan a cabo; y, sobre todo, al escritor y al lector con el lenguaje.
A lo largo de cuatro ensayos, la escritura de Josipovici se acerca a estas cuestiones de manera tentativa y especulativa; en torno a grandes preguntas más que tratando de desvelar tesis inquebrantables. A partir de las obras de Kafka, Virgina Woolf, Borges, Shakespeare, Muriel Spark y la novela Tristram Shandy de Laurence Sterne nos adentra en el territorio fascinante y misterioso de la literatura. Desde dentro se pregunta por sus fronteras y su peso en la vida cotidiana.
Gabriel Josipovici, uno de los escritores ingleses contemporáneos más destacados, pasó su primera infancia en Egipto entre 1945 y 1956 antes de mudarse a Gran Bretaña. Allí se graduó en Lengua inglesa y ejerció como profesor en la Universidad de Sussex hasta 1998. La escritora Muriel Spark ha dicho de él que «es un crítico profundamente perspicaz» y Deborah Levy: «Gabriel Josipovici es uno de los escritores más distinguidos y audaces del Reino Unido».
La escritura y el cuerpo llega a España por primera vez traducido por Héctor Hevia y de la mano de La Caja Books, en colaboración con la editorial chilena Roneo.
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