Prefacio a la segunda edición de Después de lo trans, de Elizabeth Duval
La ley trans
Cuando escribí Después de lo trans, en su mayor parte entre septiembre de 2019 y agosto de 2020 —es decir, a lo largo de un año, que fue el de mis diecinueve, y mientras acababa la carrera—, lo hice sin tener acceso a documentos relacionados con lo que después sería el proyecto de la ley trans: a nivel de crítica legal, solo podía fundamentarme en anteproyectos presentados por colectivos y partidos, y en distintos esbozos autonómicos de legislación. Se da ahora la casualidad de que el debate sobre la Ley para la Igualdad Real y Efectiva de las Personas Trans ha estallado a principios de febrero, con la publicación de su borrador, y que Después de lo trans ha llegado a librerías el tres de marzo. Pocas veces se tiene la suerte de acertar con tamaña puntería en la fecha justa para la publicación de un libro: más aún cuando el trámite necesario de toda ley, que ha de pasar por los distintos ministerios y después por las Cortes Generales, me va a asegurar en la práctica que a lo largo de 2021 el texto tendrá cierto recorrido, por modesto que este sea. El hecho de que ahora tengamos unos términos bien definidos y precisos me obliga a actualizar todo lo que ya había dejado por escrito. No he querido cambiar el contenido del ensayo en sí mismo, ni me ha dado tiempo siquiera a hacer las correcciones y ampliaciones que seguro me gustaría: el libro es, en fin, producto de un momento histórico anterior al debate real sobre el proyecto de ley; más aún, preferiría tener mucho más tiempo para emprender una revisión pormenorizada, que supongo habré de llevar a cabo cuando tanto yo como el texto hayamos cambiado. Por el momento, esta nota introductoria me satisface, y espero que permita a este libro seguir vigente y ofrecer las claves fundamentales de actualidad a lo largo de un proceso que, como vislumbraba ya desde un principio, será complicado y lleno de obstáculos.
Hay muchos temas que estaban planteados en una versión inicial de Después de lo trans y que deseché en su desarrollo posterior. El primer esquema que le mandé a mi editor, unos días después de la propuesta de escribir este ensayo, incluía una sección entera dedicada a responder a Miquel Missé, en la cual yo argüiría por mi parte contra los «constructivismos absolutos» de lo trans, conciliando naturaleza y cultura; creo que la versión final del ensayo logra hacer esto mismo sin depender de la lectura atenta de otro autor, y, en consecuencia, lo hace de una forma mucho más pedagógica. Algunas distinciones entre feminismos liberales y radicales que yo ya intuía a finales de 2019 aparecen de igual manera en la versión definitiva de este texto, pero encuadradas en un debate mucho más rico y profundo, precisamente por cómo apela a distintas tendencias dentro de la izquierda y —algo que no estaba presente en la primera versión, y de cuya importancia me doy cuenta ahora, con el tiempo— toma partido. Supongo que habrá filósofos para quienes la filosofía se reduzca a un juego lingüístico consistente en simulacros de argumentos virtuales. A mí me interesa ahora una mirada atenta a lo que hacemos los seres humanos (también, claro, a nuestros juegos): como Murdoch, creo que en esa mirada atenta y en ese amor están los fundamentos de aquello que es bueno y de aquello que es bello; no escribo tanto por divertirme como porque las cosas me preocupan, me inquietan, suscitan y atraen mi mirada.
El diálogo con Paul B. Preciado ya estaba presente desde la primera edición del libro, aunque tomara otros tres puntos como centrales: la transformación de «un discurso destructivo/destituyente» que se ha convertido en un nuevo «discurso constructivo/constituyente», el «ser-en-el-mundo» como hombre trans y las trampas del discurso académico-artístico. Estas cuestiones son ahora, más bien, ejes centrales o temas que se implican dentro de ese diálogo. El análisis del sistema sexo-género también se ha transformado en algo mucho más pedagógico en la versión definitiva del libro: también trato «el deseo, la percepción y la polémica radfem», como quería desde un principio, pero intentando enseñar al mismo tiempo que reflexiono; mi intención inicial era elaborar una crítica de algunas mutaciones discursivas de corrientes como el transfeminismo o el xenofeminismo, pero al final esa crítica escapaba tanto del cometido de este libro como de sus objetivos; se alejaba, sobre todo, de aquello que se iba revelando como más urgente conforme pasaban los días de escritura, y que ahora se condensa una vez que lo trans está en boca de todos.
No me arrepiento de nada de lo que digo en el libro ni de los debates y discusiones que expongo: no escribiría si pensara que dudar nos hace más débiles. Creo que nos fortalece. Sí que me da algo de miedo cómo puedan interpretarse mis palabras; he tratado de insistir en que siempre que elaboro una crítica contra propuestas políticas más o menos cercanas a mí, lo hago desde el cariño y la voluntad de entendernos y de que las cosas sean mejores y sus fundamentos más robustos; no sé si esa insistencia será suficiente. Es también por eso por lo que me parece fundamental la aportación de este prefacio. No me desdigo de nada de lo dicho: sí que quiero aportar algunas nuevas claves de lectura.
El día diez de febrero participé en un debate sobre el borrador de la ley trans en el programa Gen Playz, del cual soy colaboradora habitual. Cualquier persona que me lea sabrá que yo siempre he estado dispuesta a debatir con todo el mundo, incluso —y con frecuencia— en territorio hostil, y que nunca me he cerrado a ningún diálogo. Lo que me encontré una vez iniciado el programa fue sobrecogedor, hasta me provocó una angustia física: acabé temblando durante la grabación y después de esta. Una de mis interlocutoras, la abogada Núria González, se dirigía a todos los presentes con una violencia inaudita, interrumpiéndonos, gritándonos y faltándonos al respeto; soltando mentiras durante minutos enteros sin permitir a los demás que señalásemos la falsedad de su discurso; y se dirigió a mí declarándome una absoluta ignorante cuando la corregía sobre aquello que el borrador de la ley trans decía de verdad, gritándome que yo no era abogada, que no pleiteaba y que, por ende, habría de quedarme calladita.
Se daba la circunstancia de que Isidro García Nieto era otro de los presentes en el debate; esto me colocaba en una posición de aún mayor vulnerabilidad. Isidro, sexólogo y trabajador social de los servicios de atención a personas LGTBI de la Comunidad de Madrid, es de las personas que más me han ayudado a mí en la vida desde que empecé mi tránsito, hará ahora algo más de seis años; toda mi adolescencia está marcada por el cariño, la ayuda y el apoyo que recibí por su parte. Me enorgullezco mucho de ser una persona fuerte, capaz de neutralizar la tremenda cantidad de odio que recibo, pero ser fuerte no significa ni dejar de ser vulnerable ni dejar de ser humana. Debatir así, de esa manera, me hizo daño; también me hizo darme cuenta de que quizás algunas de las cosas que digo en este ensayo —y lo apreciará así el lector: cuando hablo de lo mucho, muchísimo, que me da igual lo trans— tienen bastante de pose y autodefensa.
Hace ya un tiempo, al menos desde junio de 2020, que la reacción transexcluyente ha colocado en su punto de mira los espacios audiovisuales en los cuales participan personas trans, y yo me incluyo entre ellas. Ya en junio, como digo, intentaron organizar un boicot y un ataque contra el programa OK Playz en el cual yo participaba con una sección como colaboradora; ahora, después de ese debate sobre la ley trans, han tratado de hacer lo mismo, cuestionando el compromiso de la cadena (pues, para quien no lo sepa, Playz es el canal digital joven de la televisión pública española) con los derechos de las mujeres, entre otros, y elevando las quejas a organizaciones sindicales de los trabajadores de la radiotelevisión pública hasta llegar incluso a preguntas a la administradora única, Rosa María Mateo, en sede parlamentaria, o inundando los buzones de sugerencias y atención al espectador con llamadas al despido de algunos de los colaboradores, incluyéndome a mí en esa lista e incluso a la presentadora Inés Hernand. La existencia de programas como Gen Playz, capaces de dar voz a personas jóvenes de distintos puntos del espectro político y tratar de forma abierta debates de actualidad, me parece algo valioso que cualquier canal digital público con cierta ambición debería intentar conservar, más aún si tiene éxito (y se da la circunstancia de que, en la actualidad, lo tiene). En medio de este fuego cruzado, el PSOE, el PP, Unidas Podemos y el PNV pactan una renovación del consejo de administración de RTVE. Sería peligroso que programas así se convirtieran, a efectos políticos, en monedas de cambio o instrumentos de propaganda, que es precisamente contra lo que lucha Gen Playz en la actualidad. Pero esa televisión menos abierta a la discusión y al disenso —que a mí me parece valiosísimo: la pluralidad y competición virtuosa entre opiniones y juicios como fundamento de la democracia— es la que a algunos sectores parece molestar.
Estas semanas, sin que tenga nada que ver con la publicación del libro, sino simplemente por hablar en público sobre la ley trans y apoyar algunos de sus planteamientos y objetivos, he recibido una cantidad absolutamente insana de odio y violencia verbal. Ya sabrá el lector al leerme cuál es mi punto de vista sobre la libertad de expresión, y creo que no tardo mucho en comentarlo una vez que empieza el ensayo; no obstante, que no esté a favor de que ese abuso se sancione administrativamente no implica que considere que ese abuso esté «bien» en términos morales o éticos. Creo que no es justo y creo que no es correcto. Podemos ser mejores y hacer las cosas mejor. Una de las últimas olas de ataques en redes vino cuando expliqué en un vídeo de dos minutos la historia de cómo dos personas de esa reacción transexcluyente —Laura Freixas y Paula Fraga— habían rechazado debatir conmigo, hasta el punto de que esta última se descolgó dos días antes de un debate que había organizado un medio intermediario, mientras al mismo tiempo hablaban de la ausencia de interlocutores y personas dispuestas a debatir en la «bancada queer». Paula Fraga respondió llamándome manipuladora y diciendo que no me dedicaría ni un minuto más; declarando que si quería fama lo mejor que podía hacer era irme a First Dates. Me parece triste y profundamente lamentable. Rehúso concebir que los términos del debate sean esos. También rechazo la caricatura que haría de toda persona que tenga reticencias a la aprobación de la ley trans alguien violento y lleno de odio que se aproxima a la cuestión desde una perspectiva profundamente ensuciada por el miedo. Creo que muchos de los portavoces de lo que vengo llamando la reacción transexcluyente sí que llegan con esos sentimientos, y que en el fondo realmente desean la erradicación de las personas trans —pienso en las palabras de Janice Raymond: «La mejor manera de solucionar el problema del transexualismo sería ordenándolo moralmente fuera de la existencia»—: esto no significa que no haya personas con buena intención y dudas; estoy segura de que estas personas estarán incluso presentes entre aquellas que se aproximan a lo trans desde el miedo, sea el miedo a los agresores fantasmas en cuartos de baño o a cualquier otra cosa. Supongo que el miedo lo que desvela es una vulnerabilidad en la persona que lo siente, una herida que, por suerte, aún no está lo suficientemente infectada como para conducir a la rabia: si lo que hay es miedo, es que aún hay una posibilidad; y si hay una posibilidad, es necesario insistir en la virtud del diálogo y el intento de comprender al otro.
Es a quienes no dejan que el miedo se apodere por completo de su forma de acercarse al mundo a quienes me dirijo. El ensayo no tendría sentido si mi única voluntad fuera predicar para los ya convencidos. Intento comprender a quienes dudan: intento ofrecer una mirada atenta e incluso cariñosa, a pesar de todo. Es por ello por lo que sigo debatiendo y es por ello por lo que me permitiré, en este prefacio, desgranar algunos de los tópicos e inconsistencias que se esgrimen en contra de la ley trans y de su aprobación.
Parte de la oposición a la ley trans, la que se exhibe como más simpática o dialogante y más mesurada, niega directamente que la aprobación de la ley vaya a favorecer a las personas trans en sí mismas, apelando a una presunta incursión de la teoría queer en la legalidad. El primer borrador de la ley trans contempla varias cuestiones, pero la más fundamental consiste en facilitar el cambio de la mención registral del sexo. ¿Beneficia esto a las personas trans? La respuesta, si nos atenemos a los datos, es que sí: el paper «Chosen Name Use Is Linked to Reduced Depressive Symptoms, Suicidal Ideation, and Suicidal Behavior Among Transgender Youth», de Russell et al., publicado en 2018 en el Journal of Adolescent Health, expone que el uso del nombre escogido, cuya obstaculización sería reducida por la ley trans, disminuye ampliamente el riesgo de ideaciones suicidas y otros problemas de salud mental —como la depresión y el comportamiento suicida en general— en población trans. Otro de los argumentos esgrimidos para estigmatizar al colectivo (aludiendo a sus supuestas patologías al considerar la disforia de género una enajenación mental) es la tasa de ideación suicida entre las personas trans. La respuesta, que también nos interesa si queremos hablar de la necesidad o no de transitar, también nos la dan los datos científicos: el paper «Suicide risk in the UK trans population and the role of gender transition in decreasing suicidal ideation and suicide attempt», de Bailey et al., publicado en el Mental Health Review Journal en 2014, y fundamentado en el estudio más grande de salud mental de la población trans de Reino Unido (el Trans Mental Health Study, de McNeil et al. en 2012), concluye que un 67 % pensaba en el suicidio antes del tránsito frente a un 3 % que lo consideraba después del tránsito.
Esta reacción se estructura de una forma parecida a otras tendencias reaccionarias o de la extrema derecha; no implica esto que todas las personas que la sostengan entren dentro de esa categoría, sino simplemente que sus métodos son parecidos. Una de las referencias de cabecera de ciertos sectores es el libro de Abigail Shrier Irreversible Damage, que presentan como un alegato contra el tratamiento de menores; se trata de un libro que identifica lo trans con una «epidemia social» de particular calado entre chicas jóvenes. El libro de Abigail Shrier no es un libro demoledor, sino un panfleto que se plantea en contra del «establishment mediático y científico» para defender la idea de que el peligroso «transgenerismo» o la peligrosa «ideología de género» está arruinando la vida de miles de niñas: plantea que se está haciendo demasiado caso a los especialistas de la comunidad científica y médica en lugar de atender a las reticencias de los padres. Las apelaciones al susodicho libro también se desmontan rápidamente si recordamos que en Reino Unido no existe ninguna legislación vigente que entre dentro del marco de la autodeterminación de género como mecanismo jurídico: el proceso de tránsito en Reino Unido es restrictivo y está ligado a procesos de diagnóstico medicalizados, como sucede en España desde la Ley 3/2007; plantear que con la aprobación de una nueva ley trans nos veríamos en un contexto como el británico es, más allá de desatender las lagunas y los datos falseados del texto de Shrier, obviar que el contexto legal británico ya es un contexto parecido al que existe en nuestro país desde hace catorce años.
Me permitiré un breve inciso para tratar aquello que el borrador de la ley trans no dice, antes de describir en más detalle lo que sí. En este ensayo y fuera de él me muestro y me he mostrado crítica con otros marcos legales que no son los del proyecto de ley trans. Véase, por ejemplo, mi crítica a la legislación reciente en Cataluña, o a la propuesta contenida en el programa de En Comú Podem para las elecciones de febrero de 2021. Es el punto 4.12 de su programa político, «Garantizar la autodeterminación de género», que dice lo siguiente:
Nuestras actitudes hacia las personas que rompen con el binarismo sexual y de género son aún determinadas por los discursos y prácticas médicas. Las personas trans todavía necesitan un diagnóstico psiquiátrico para cambiar su nombre y sexo, y la anatomía sexual y reproductiva de las personas intersexuales no siempre es respetada. Hay que reconocer el valor de la diversidad sexual y de género y cumplir con los mandatos de los tratados internacionales. Por eso, proponemos:
- Impulsar campañas y programas para transformar el estigma social que viven las personas trans e intersexuales y promover el respeto a la diversidad sexual y de género en el temario escolar para erradicar el acoso.
- Garantizar la implantación de un nuevo modelo de salud despatologizador para las personas trans, desarrollando protocolos específicos que consideren a las personas trans sujetos de derecho y reconozcan su libre voluntad y plena autonomía en la determinación de su identidad de género. Ninguna persona trans tiene que pasar por un proceso de evaluación médica para decidir libremente su identidad de género.
- Garantizar los derechos de las personas intersexuales, así como su integridad y autonomía para tomar decisiones sobre su cuerpo, asegurando que haya un consentimiento informado suyo y de las familias.
Este marco, que habla de «personas que rompen con el binarismo sexual y de género», que plantea una identidad de género que se «decide libremente» y se determina con «plena autonomía», es en realidad profundamente contraproducente. Decir que las personas trans no tienen que pasar por absurdas evaluaciones médicas (aquello que en inglés hemos denominado gatekeeping) o por diagnósticos psiquiátricos no puede igualarse a afirmar que el género es algo que se escoge con libertad, que se decide, y no el resultado de una existencia en sociedad que en ningún caso se elige.
Es mucho más fácil antagonizar con quien habla de la libertad para decidir su género que con quien simplemente defiende que las personas trans tienen ciertos derechos fundamentales. El problema es que se ha trasladado un concepto jurídico (la «autodeterminación») a la realidad social y política. Es un error que hayamos pasado de la despatologización y de la necesidad de deshacernos del requisito de diagnósticos arbitrarios a un marco en el cual hablamos del género como si se pudiera decidir al levantarnos y ponernos la ropa, como si fuera un disfraz: lo es porque esa descripción es exactamente lo que la reacción quiere que seamos.
El marco de la libertad para elegir y la libertad de decisión oculta el género como hecho e institución social. Yo propongo que hablemos de que las personas trans tienen derecho a que se reconozca su género, es decir, su identidad de género libremente manifestada, sin necesidad de diagnóstico. Por suerte, el borrador de la ley trans va en la misma dirección que mi propuesta. La autodeterminación, en este caso, seguirá siendo una herramienta jurídica y no conceptual, pero será una forma de hablar de lo trans mucho menos débil que enfocarlo todo en términos de libertad para decidir, que son, en este caso, un poco absurdos.
¿De dónde surge este marco de la autodeterminación de género? Podemos encontrarlo ya en el texto de Dean Spade Compliance is Gendered: Struggling for Gender Self-Determination in a Hostile Economy. El autor expone ahí que «la evidencia médica sigue siendo el factor decisivo en la determinación de [los derechos de las personas trans]». Define la autodeterminación de género como «una herramienta para expresar oposición a los mecanismos coercitivos del sistema binario de género». Dice emplear el concepto «estratégicamente, al tiempo que es consciente de que cualquier noción de autodeterminación está envuelta en concepciones de la individualidad que apoyan conceptos capitalistas como la libertad individual para vender el trabajo, tras los que se ocultan mecanismos de opresión». La autodeterminación de género en su uso por Dean Spade, en definitiva, se emplea con un objetivo instrumental, que es el de acabar precisamente con los marcos coercitivos del género y deshacerse de la regulación en función del género en distintos espacios. Algo parecido comenta Eric A. Stanley en un artículo para el Transgender Studies Quarterly: «La autodeterminación del género está afectivamente conectada con las prácticas y teorías de la autodeterminación encarnadas por varios movimientos anticoloniales actuales, el Black Power y grupos favorables a la abolición de las prisiones». Así, es un error que (conceptualmente) distingamos la autodeterminación del género de cualquier otro tipo de movimiento por la abolición del género o la liberación de las personas queer; trasladarlo a que una persona pueda «escoger» su género para luego «transmitírselo» al Estado y que este se lo reconozca no solo desvirtúa el origen libertario de estas ideas (con las cuales yo puedo estar más o menos de acuerdo), sino que también las coloca en un marco puramente capitalista y neoliberal que es el que permite el funcionamiento de estas definiciones del individuo y de la libertad.
La reclama histórica del movimiento trans ha estado más vinculada a nociones como la despatologización que a este concepto de la autodeterminación del género desarrollado por Dean Spade y otros pensadores; podemos identificarla en particular con la campaña Stop Trans Pathologization, de 2021 en adelante, y con una serie (siguiendo a Miquel Missé) de activistas trans que, a partir de 2007, se fijan en el modelo francés de EXISTRANS y se movilizan en Barcelona y otras ciudades. La «autodeterminación de género» jurídica, como reconocimiento a la identidad de género libremente manifestada, no es tanto una aceptación de la libertad radical del individuo para elegir o escoger quién es como una herramienta a través de la cual hacer efectiva la demanda de la despatologización, es decir, la superación de la tutela médica y psiquiátrica sobre el reconocimiento de las personas trans. Sería bien interesante un análisis sobre cuál es el origen de estas nociones de libertad, que van mucho más allá de un pensamiento debido a una estructura capitalista: tendríamos que hablar de conceptos de la escolástica como el iudicium de agendis, la electio, el iudicium practicum o la identificación entre libre arbitrio y voluntad, así como asistir a los debates entre Tomás de Aquino y teólogos franciscanos como Gualterio de Brujas. En definitiva, el examen de toda la noción de libertad nos retrotraería a sus orígenes en la Edad Media, y a un debate en el que casi siempre participa lo religioso. Para ir un poco más rápido, dejémoslo en otra fórmula, que repetiré dentro del ensayo: el sujeto tiene la libertad, y exclusivamente en algunas ocasiones, de conocer las determinaciones que le preceden. Es el reconocimiento de estas determinaciones lo que el sujeto manifiesta como su identidad de género libremente manifestada. Admitir la validez de esta manifestación, y reconocerla, no implica en ningún caso considerar que el sujeto tenga una libertad de elección entre distintas opciones.
Esto es precisamente lo que hace la ley trans, cuyo primer borrador (que se verá necesariamente matizado por las contribuciones ministeriales, al haber salido del Ministerio de Igualdad en exclusiva y no del conjunto del Gobierno) no habla en ningún momento de la capacidad del sujeto para elegir o escoger su género, sino de una fundamentación jurídica basada en la «autodeterminación» y el derecho de toda persona de construir para sí «una autodefinición con respecto a su cuerpo, sexo, género, orientación sexual, identidad de género y expresiones de género». Puede extraerse de su quinto artículo que el derecho a la identidad de género libremente manifestada no es el derecho a escoger o elegir, sino el derecho al reconocimiento y al libre desarrollo.
Como recoge el blog jurídico Queerídico en su análisis de la relación entre la ley trans y los derechos humanos, uno de los fundamentos de esta ley es la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en relación al caso A. P., Garçon y Nicot contra Francia, del 6 de abril de 2017: al exigir la legislación francesa una cirugía o tratamiento como requisito para la modificación de la mención registral de sexo, el TEDH consideró que «hacer que el reconocimiento de la identidad de género de las personas trans esté condicionado a una cirugía o tratamiento esterilizante —o una cirugía o tratamiento con alta probabilidad de resultar en una esterilización efectiva— que no desean llevar a cabo equivale a hacer que el ejercicio de su derecho al respeto por la vida privada, según el artículo 8 de la Convención, sea condicional a su renuncia a su pleno derecho al respeto por su integridad física, como protegido por esa provisión y por el artículo 3 de la Convención»; esta conclusión es reiterada en el caso X e Y contra Rumanía, cuya sentencia fue publicada el 19 de enero de 2021. Del mismo modo, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos considera que el reconocimiento jurídico de la identidad de género de las personas trans en los documentos oficiales debe «reposar sobre la autodeterminación del interesado, ser un simple proceso administrativo, no exigir a los interesados que se plieguen a condiciones abusivas arbitrarias e indebidamente dolorosas (como la entrega de un certificado médico, las operaciones quirúrgicas, el tratamiento médico, la esterilización o el divorcio), reconocer las identidades no binarias y permitir acceso a los menores al reconocimiento de su identidad de género».
En suma, España se encuentra en la obligación legal de hacer que el proceso de cambio de mención registral de sexo no esté sometido a la obligación de un tratamiento médico o quirúrgico. Este proceso podría seguir estando condicionado por un diagnóstico psicológico, al no tratarse estrictamente de una vulneración de los derechos humanos, pero este mismo diagnóstico lo desaconsejan, como ya hemos visto, tanto el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, como el experto independiente para la orientación sexual y la identidad de género de Naciones Unidas, así como la Recomendación 2048(2015) de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, que apelaba a que sus Estados miembros «desarrollaran procesos rápidos, transparentes y accesibles, basados en la autodeterminación, para cambiar el nombre y mención de sexo en los certificados de nacimiento, documentos de identidad, pasaportes y otros documentos; […] abolieran la esterilización y otros tratamientos médicos obligatorios, así como el diagnóstico de una enfermedad mental, como requisitos legales necesarios para reconocer la identidad de género de una persona en las leyes que regulan los procedimientos para cambiar un nombre y género registrado; […] consideraran la inclusión de una tercera opción de género en los documentos de identidad de aquellos que lo solicitaran».
Algunas voces han respondido que la despatologización por parte de la OMS a la cual se haría apelación para legislar el tratamiento a persona trans con la menor intrusión posible no tendría ningún fundamento real, «al seguir la transexualidad catalogada dentro de la Clasificación Internacional y Estadística de Enfermedades y Problemas Relacionados con la Salud del CIE-11». La trampa que establece este argumento es que la inclusión dentro del CIE-11 en ningún caso hace de lo trans una psicopatología. El capítulo del CIE-11 que hace referencia a los trastornos mentales, conductuales o del neurodesarrollo es el 06, mientras que la «incongruencia de género» está incluida en el 17, relacionado con toda condición ligada a la salud sexual y separado, por ejemplo, de los trastornos parafílicos. Esta incongruencia no está ligada a ningún criterio patologizante; se especifica, además, que no se podrá diagnosticar la susodicha si solo se observan en la persona patrones de comportamiento que se desvíen de los roles de género esperados (lo cual responde a otra de las presuntas preocupaciones: la insistencia en que el lobby trans tiene como agenda hacer de toda niña con comportamientos masculinos un niño y viceversa). La inclusión en el CIE-11 responde, además, a una necesidad: se trata, más que otra cosa, de preservar el tratamiento médico y psicológico para aquellas personas trans que lo deseen —que necesita de un epígrafe en la Clasificación Internacional de Enfermedades—, sin imponerles un diagnóstico que las trate en ningún caso de trastornadas.
Ya he examinado los fundamentos en derechos humanos que justifican la aprobación de una ley que facilite el cambio del nombre y la mención registral de sexo. ¿Qué pasa con los posibles abusos legales? Estoy convencida de que, cuando se apruebe una ley que facilite este proceso para las personas trans, no se producirá una avalancha de hombres que cambien su mención registral de sexo. Existe, como han recordado juristas como Marina Echebarría Sáenz, la continuidad de la personalidad jurídica, que implica que ningún hombre podría eludir el agravante de la ley contra la violencia de género cambiándose de sexo, al estar su responsabilidad legal ligada al sexo legal en el momento de los hechos. Además, como han aclarado medios como Maldita, los delitos contra la libertad sexual (violación, agresión sexual) no tienen agravante de género: resulta difícil pensar que el proceso de acudir al Registro Civil y esperar a la resolución del cambio de la mención de sexo merezca la pena a presuntos agresores; hemos de identificar este miedo, que no deja de ser legítimo y comprensible, como una expresión irracional de reticencias. ¿Se colarán cientos de hombres en los baños públicos? Resulta que con esto la respuesta es más que evidente: hay muchas experiencias butch (de mujeres masculinas, por decirlo de la forma más simple, aunque no podamos definirlas exactamente así) de personas con «genitales femeninos» y un desarrollo sexual más o menos consonante con lo que la reacción transexcluyente llama «una hembra (o mujer [sic] de verdad)» que ya se han visto acosadas y violentadas en baños precisamente por no ajustarse a los estereotipos de género, sin que en esto influya en absoluto su genitalidad o desarrollo sexual; la regulación del género en lugares como los cuartos de baño tiene lugar, como desarrollo en capítulos posteriores de este ensayo, a través de la percepción y la mirada, y esa percepción y mirada, profundamente social y cultural, es algo que ninguna ley puede ni siquiera plantearse modificar. Hay quienes han propuesto un periodo de reflexión de varios meses antes del cambio registral: el problema es que el susodicho periodo contravendría las recomendaciones de desarrollar un proceso rápido y no intrusivo.
Se vienen meses que nos dejarán exhaustas. Las declaraciones de Carmen Calvo, preocupada por la integridad de la identidad de género del resto de la población «si las personas trans pueden escoger y decidir el suyo», ejemplifican a la perfección las dinámicas partidistas y de lucha por el poder que yo ya exponía en el texto original de este libro. Me atrevo a aventurar que la ley acabará aprobándose y que el PSOE intentará, de hecho, apuntarse el tanto, siguiendo con su tentativa de patrimonialización de los derechos LGTBI. Pero esto solo sucederá si la movilización a favor de la ley trans es suficiente como para que la transfobia pueda pasarles factura. Una vez recorrido ese camino, quedarán las apelaciones del Consejo General del Poder Judicial o incluso ante el Tribunal Constitucional, y las reticencias de la parte más conservadora de la judicatura; pero bases para una ley así hay de sobra, como muy brevemente he expuesto aquí, y no se trata —por más que se intente colar lo contrario— de un proyecto de ley anticonstitucional o que introduzca inseguridad jurídica. Es hora de que España se una a países como Dinamarca, Malta, Irlanda, Bélgica, Luxemburgo o Portugal. Habrá que luchar por convencer a quienes duden, pero estoy segura de que esa lucha es posible. Como ya declaré en otras ocasiones, se pueden tener debates jurídicos y teóricos sosegados, pero nunca conciliar la verdad con la mentira.
Concluyo así. La situación me exigía un posicionamiento en relación con la ley: aquí está. El lector puede ya pasar a la discusión teórica y conceptual que elaboro en el resto del libro. Mi querido Juan Gallego Benot lo describía como «un acercamiento con claridad emocionante al mundo», un ejemplo de «lucidez apasionada», y yo estoy tremendamente agradecida ante esa descripción. Hay páginas en las cuales digo que las cuestiones aquí tratadas no me importan tanto: creo hoy que me engañaba profundamente a mí misma mientras las escribía. En estas páginas, por suerte o por desgracia, también hablo de mi vida, aunque el ejercicio de abstracción necesario para elaborar teoría me haga también distanciarme de mí misma. Critico bulos de un lado y de otro, porque creo que podemos defender nuestra postura sin contar mentiras; interpreto que todo está por discutir, y eso me parece una postura lo bastante sincera como para que merezca la pena. La ley trans será ley. No sé si al cabo de un año o bastante más tarde: depende de si seguimos el camino de Reino Unido o uno más luminoso. Cuando lo sea, este libro tendrá más interés si cabe: examinar todo lo que queda después de ese debate legal.
Es el otro el que nos salva y es el amor lo que nos mueve: así acabo este libro y así quisiera recordarlo una vez más. Me siento muy agradecida por todas las muestras de cariño recibidas tras cada una de mis intervenciones. Gracias, Hannah, por recogerme entre tus manos cada vez que la violencia se hace grande y yo pequeña.
Firma, con amor,
Elizabeth Duval, París, 25 de febrero de 2021