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Intelectos colectivos, de McKenzie Wark

Introducción

¿Dónde se han metido todos los intelectuales públicos con los que solíamos contar en los buenos tiempos? Cuando nos da por hablar de ellos, parece que no podemos evitar hablar de su decadencia. Atrás quedaron Sartre y De Beauvoir; ya no existe ningún Pasolini, ni contamos con un James Baldwin. Es como si la figura del intelectual público estuviera envuelta en un aura desoladora, lo que nos lleva incluso a preguntarnos si hay hoy algún pensador que merezca formar parte de algún debate colectivo.

Quizás sea necesario que nos acerquemos a la figura del intelectual público desde otra perspectiva; una que nos permita esquivar lugares comunes e impresiones preconcebidas. Hablemos, pues, de intelectos colectivos. Este concepto nace de un célebre texto de Marx al que solemos referirnos como el «Fragmento sobre las máquinas». En él, Marx presenta el intelecto colectivo (general intellect). Aunque nos adentraremos en este término con mayor detenimiento, digamos por el momento que el intelecto colectivo es la vía por la que Marx trata de esclarecer el rol que desempeña el trabajo intelectual, o algo parecido a ello, en el proceso de producción.

Intentemos, entonces, replantear la problemática del intelectual público desde el prisma del y en relación con el intelecto colectivo. Tal vez así podamos llegar a esclarecer mejor cómo el declive del intelectual público parece estar relacionado con el hecho de que el trabajo intelectual haya sido absorbido por el proceso de producción. No se trata de que los intelectuales de hoy en día hayan fracasado en su intento de estar a la altura de los heroicos valores de antaño, sino de que, más bien, los trabajadores intelectuales se ven ahora obligados a trabajar en un sistema diferente. Un sistema mucho más refinado que les fuerza a ser partícipes de una serie de procesos diseñados para extraer valor de su trabajo. Uno no puede llegar a ser hoy en día Sartre o de De Beauvoir, aun por mucho que lo intente.

Ahondemos un poco más en esto: los intelectuales de antaño podían ganarse la vida con la pluma y la máquina de escribir; la imprenta de masas era el pilar de la industria cultural de entonces. Al mismo tiempo, la enseñanza superior crecía de manera exponencial y producía nuevos lectores para sus libros. No podemos tampoco olvidar que estos intelectuales eran productos de un sistema educativo elitista, asentado en países que seguían confiriendo al mismo un aura de renombre y privilegio. Este es solo un esbozo, pero en cualquier caso nos sirve como punto de partida para entender por qué el trabajo intelectual de hoy parte de unas circunstancias diametralmente diferentes. Creer que en estos tiempos uno puede ganarse la vida escribiendo libros que nos reten intelectualmente resulta prácticamente inimaginable. Ahora uno necesita valerse de un trabajo asalariado que, en la mayoría de los casos, se desarrolla dentro del ámbito universitario.

Pero la universidad tampoco es lo que solía ser. Ha pasado de configurarse como una institución insigne diseñada para producir gente capaz de liderar una sociedad capitalista a convertirse en una empresa en sí misma. La labor académica se da dentro de unos sistemas de gestión administrativa que derivan a su vez de otros tipos de gestión del trabajo intelectual; un trabajo que progresivamente se cuantifica y estratifica, lo que agrava cada vez más su precariedad. En ocasiones, tenemos incluso la sensación de que la universidad cree que puede llegar a apañárselas sin tener que contar con todas aquellas disciplinas que han tratado tradicionalmente de iluminar el porqué de nuestras condiciones históricas, sociales o políticas.


Existen razones que dan cuenta del declive de los intelectuales públicos, pero no podemos cargarles a ellos con toda la culpa. A todos los que consideran que la raíz del problema de los académicos se encuentra en su forma de escribir, cargada de palabrería enrevesada, les invitaría a que echasen un vistazo a la prensa económica. ¿Acaso ha existido alguna vez un lenguaje más cargado de palabras espurias e inventadas, carentes de un significado concreto, que este? En vez de detenernos en estos problemas cotidianos a los que se enfrentan constantemente los intelectuales públicos, viremos mejor hacia la idea de los intelectos colectivos. La manera en que los concibo dista un poco de la fórmula del intelecto colectivo esbozada por Marx, aunque puede llegar a tener ciertos puntos en común. Por intelectos colectivos, me refiero a una constelación de personas que, en la gran mayoría de los casos, trabajan como académicos. Estos suelen desempeñar su labor francamente bien, pero, lejos de conformarse con ello, buscan que sus disquisiciones trasciendan el entorno universitario. Son, pues, trabajadores que buscan que su trabajo intelectual sirva para responder problemáticas más generales que atañen a la configuración de nuestro mundo contemporáneo.

Podríamos decir que son parte del intelecto colectivo, en cuanto a que son trabajadores que piensan, hablan, escriben y, como resultado de todo ello, ven cómo su trabajo se convierte en mercancía a la venta. Al mismo tiempo, son intelectos colectivos, en la medida en que tratan de encontrar las vías apropiadas para escribir, pensar e incluso actuar dentro y a la vez en contra del mismo sistema de mercantilización que ha logrado progresivamente incorporarles de lleno. Buscan, por tanto, abordar una situación general –una en la que la gran mayoría de la población también se halla–; y lo hacen con suma inteligencia, aunando para ello su formación, sus aptitudes y su creatividad.

He decidido escribir sobre veintidós de estos intelectos colectivos. La gran mayoría de ellos académicos, pero pertenecientes a diferentes disciplinas. No son los únicos pensadores a los que uno podría acercarse si desease entender alguno de los aspectos más crípticos a los que nos enfrentamos. La situación contemporánea, y aquí creo que muchos estarán de acuerdo conmigo, es absolutamente desoladora. A menos que formes parte de ese selecto grupo de personas a la que solemos referirnos como el uno por ciento, aquellas cuyas fortunas se han disparado como la espuma, las cosas hoy en día te parecerán formar parte de un espectáculo de la desintegración. No cabe duda de que el ímpetu irrefrenable de la mercantilización parece abocarnos a la destrucción de la naturaleza y de la vida social.

Lo que presento a continuación es una serie de lecturas de algunos de estos intelectos colectivos que creo que han logrado avanzar nuestra forma de comprender algunos de estos aspectos en apariencia opacos que caracterizan nuestra realidad. No debemos olvidar que, si estos intelectos colectivos se ven obligados a trabajar en unas condiciones dictadas por su participación en el intelecto colectivo –cuya única función es la de mantener siempre a flote el sistema de mercantilización, así como las ganancias–, su trabajo se verá siempre algo distorsionado y su capacidad para dilucidar la situación general estará, en cierta medida, condicionada por este.

Las lecturas que aquí propongo son apreciaciones con un cariz crítico y siempre motivadas por la impresión de que existen dos aspectos que merecen recibir una mayor atención. El primero es el avance de nuevas fuerzas de producción. Diría que la tecnología de la información, sobre todo si la comparamos con los medios de producción tradicionales, regidos por la mecánica y la termodinámica, es cualitativamente diferente. Es más, me parece que la tecnología de la información está transformando en profundidad la formación social, que se infiltra en nuestro día a día y da forma a insólitos modelos de vigilancia y control. El segundo aspecto son las secuelas inesperadas que la tecnología de la información ha traído consigo al abrirse hueco dentro del ámbito científico. Somos plenamente conscientes de que la mercantilización imparable de todos los recursos del planeta acabará por conducirnos a su destrucción. Aun siendo la más crítica de ellas, el cambio climático es tan solo una de las señales de alerta de nuestra era geológica actual: el Antropoceno.

La consecuencia del primero de estos aspectos es que no basta con aislar la cuestión de la tekné de otras cuestiones de carácter, por ejemplo, social, histórico, político o cultural. Mientras que una de las consecuencias que se deducen del segundo tiene que ver con el hecho de que no podemos continuar ahondando en los fenómenos sociales desde una perspectiva que siga relegando a un segundo plano –o incluso ignorando– los fenómenos naturales, que suelen ser concebidos como algo inalterable. En los capítulos que siguen, trato de traer a colación ambos aspectos a la hora de analizar la obra de los intelectos colectivos más destacables.

Si bien este texto abre con una defensa del trabajo intelectual contemporáneo frente a la narrativa de su declive, también es igual de necesario recalcar cómo la marcada dependencia de la universidad como anclaje para la reflexión ha producido claras secuelas en el trabajo que los intelectuales pueden llegar a desempeñar. Quizás fuera en su momento positivo que a lo largo de su formación intelectual estos intelectos colectivos tuviesen que llegar a dominar una disciplina; pero los límites que demarcan las disciplinas son arbitrarios, y gran parte de los problemas que afectan a nuestra situación general y colectiva requieren un modo de pensar que los trascienda.
Puede que merezca la pena conocer y citar a las autoridades más prestigiosas de nuestro tiempo, pero la paradoja de esto radica en que si alguien como Marx acabó por convertirse en una autoridad fue gracias a su capacidad para disentir de las autoridades de su época y para plantear, en consecuencia, una problemática con la que poder ofrecer nuevas alternativas de pensamiento y acción. Por ello insisto en que a lo largo de este libro podemos apreciar ecos tenues y distantes de movimientos sociales y de espacios en lucha. Existe un término medio entre el rigor intelectual, el poder, la coherencia y la capacidad para comprometerse con los problemas que nos acontecen. De forma más sutil, se podría decir que la división del trabajo se ha intensificado y que esto ha conducido a los intelectos colectivos a perder de vista otras formas laborales que se desarrollan dentro de las universidades, en disciplinas como la ciencia, la ingeniería o el diseño, y que no tienen por qué ser exclusivamente intelectuales.
Mi intención es abordar esta cuestión primero ahondando con una mayor urgencia en la idea del intelecto colectivo tal y como Marx la concibió. A ello le siguen una serie de apreciaciones críticas de algunos intelectos colectivos, que pueden ser leídas en cualquier orden. El libro abre con dos interpretaciones ingeniosas de Marx: la de Amy Wendling respecto al modo de producción y la de Kojin Karatani sobre los modos de intercambio. A ellos les siguen Paolo Virno, Yann Moulier-Boutang, Maurizio Lazzarato y Franco Berardi, pensadores franceses e italianos de las corrientes operaísta y autonomista. Enlazamos en este punto con los estudios culturales anglófonos, representados aquí en las figuras de Angela McRobbie y Paul Gilroy, para seguir luego con los estudios de carácter psicoanalista de Slavoj Žižek y de Jodi Dean. Pasamos después a la teoría política de la mano de Chantal Mouffe, Wendy Brown y Judith Butler. Los dos capítulos que le siguen están dedicados a las originales aportaciones en torno al cuerpo político desarrolladas por Hiroki Azuma y por Paul B. Preciado. Viajamos después a la teoría de la comunicación (media theory) con Wendy Chun y Alexander Galloway, y al realismo especulativo con Timothy Morton y Quentin Meillassoux. Para finalizar, nos adentramos en la sociología de la ciencia (science studies) a través de las obras de Isabelle Stengers, de Bruno Latour y de Donna Haraway.