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Después de lo trans, de Elizabeth Duval
Prolegómenos: estoy hasta el coño de lo trans
No estoy tremendamente enfadada, que también: estoy hasta el coño de lo trans. Nota aclaratoria: me he re-ti-ra-do, me jubilo, quiero que me den una pensión o al menos alguna paguita por los servicios prestados a la patria posmoqueer; ya tuve suficiente con salir en El Intermedio a los catorce, y ser portada de TENTACIONES en el reportaje «El futuro es trans» con Valeria Vegas y Topacio Fresh, y conceder entrevistas en Cuatro, y que me llamaran para ir de tertuliana a un programa de Telemadrid cuando se montó lo del autobús de Hazte Oír, y las campañas fotográficas, y las manifestaciones, asociaciones y organizaciones, y Twitter, sobre todo Twitter, me cansé del Twitter activista o LGTB, ya está, basta. No puedo cruzarle la cara a la próxima persona que insista en que la autora que firma estas páginas es la conocida y jovencísima «ACTIVISTA TRANS» Elizabeth Duval, ¡pero me encantaría! ¡Cómo voy a ser yo activista si no hago nada! Me dijeron una vez que tendrían que llamarme pasivista trans, en todo caso, pero que quien se refiriera a mí como activista trans o centrara mi producción en el hecho de lo trans no sabía de la misa la media: ¡qué razón! ¿Qué he hecho (en el presente) para merecer dicho apelativo? ¿En qué ámbito de lo trans me he centrado? ¿El activismo trans existe? ¿Existo, en mi cotidianidad, como persona trans? ¿Soy una activista por el mero hecho de existir? ¿Ana Botín es feminista militante por ser mujer y aparecer a veces en las noticias? Porque yo juro y prometo que mucho más no hago, de verdad, que yo no tengo interés como sujeto trans, que lo mío da bastante igual, que yo no sufro tanto por la calle, que ostento una posición privilegiadísima: yo no le estoy salvando la vida a nadie, yo no escribo sobre lo trans, yo no me centro en el género ni soy una teórica del género ni quiero suplantar el trono de Paul B. Preciado ni cortarme el pelo como Butler, finito, arrête ça, ¡cálmense de una vez!
No es mi intención montarle un altar a mi ego, lector, pero vamos a hablar de cómo se ha hablado de mí. «Resulta que Duval, lesbiana, trans, activista, performer y otras 200 cosas más, es un alma precoz». «El nombre de Elizabeth Duval hace aparecer los términos “trans” o “lesbiana” en una búsqueda de Google, “etiquetas” que aspira a “que no sean necesarias”». «Activista trans, tuitera, marxista…». «La escritora y activista trans publica su primera novela, Reina, escasas semanas después de lanzar su primer poemario Excepción». «La joven escritora trans nos presenta Reina, su primera novela». Nada, aquí, existiendo, siendo trans y luego otras cosas, pero siendo más trans (según algunas de las descripciones) de lo que soy esas otras tantas; siendo lesbiana, siendo activista (esto ya me lo creo menos), siendo marxista (tampoco estoy yo muy segura, casi que preferiría incluso marxiana o nada), siendo performer (¡todo el mundo es performer hoy en día: a mí déjenme en paz, ¡no performo más de lo que performan los cristianos yendo a misa!), siendo muy jovencita, siendo trans.
He pensado mucho cada una de las partes de este libro: yo quería escribir un texto distinto al que está entre tus manos. Quizá no uno: muchos, muchos, ¡que a lo mejor ya no vuelven nunca, trenes que habré perdido para siempre! En fin: aquí tienes Después de lo trans: sexo y género entre la izquierda y lo identitario. Puedes deducir que esto no es una autoficción. Encontrarás en las páginas que siguen notas en los márgenes, apuntes, discusiones teóricas y mucha mala leche. Porque, incluso escribiendo, ¡aún sigo cabreada!
Voy a bajar el tono: yo creo que escribo porque nunca podré ser madre biológica. Lo pienso leyendo El coloquio de las perras, de Luna Miguel; ella cita a Sosa Villada, para quien «el deseo de escribir encuentra que [es] fértil, que [es] una hembra viable para incubarlo, pone sus huevos y [ella] lo [carga] dentro de [sí] como una madre». Yo tampoco, como Sosa Villada, soy una hembra viable (¿soy una hembra acaso?) para incubar nada, ni podría fecundar como hace el deseo (¿y entonces?). No estoy en esas dos categorías. Tampoco en el cruce: habito, en cualquier caso, la anulación. El tratamiento hormonal me ha vuelto estéril y no he guardado en ninguna parte células sexuales haploides que me permitan generar estirpe en un laboratorio. A falta de desarrollos tecnológicos suficientes, y porque el mundo ciberpunk no está todavía tan cerca, la maternidad me es ajena; por ende, escribo.
Me consuelo diciéndome que Platón no condena la escritura; me pregunto si Platón condena la maternidad. En Platón, pensar y dialogar son casi una misma cosa: pensar es un monólogo interno que se deshace, un diálogo en el cual el desdoblamiento de quien ostenta la palabra construye dos sujetos autónomos y absolutos. La escritura es el reflejo de ese proceso dialógico interno. Proyectar el diálogo en el mundo no es síntoma de una voluntad adoctrinadora, sino la esperanza de despertar en el otro la posibilidad de un proceso, de una indagación, de un deseo de comprender: en los procesos mediante los cuales entendemos las cosas reposa la lógica, para Monique Dixsaut, de toda la obra platónica.
Ni el elogio de los diálogos ni el elogio de los demás son incompatibles con la rabia. Pero ese es un terreno farragoso: soy consciente, reconociendo algunas de las mayores aportaciones del feminismo de la diferencia y de pensadoras como Irigaray o Cixous, de que la rabia o el tono pueden jugarme una mala pasada. El lector puede sentirse ultrajado ante lo que considere una interpelación excesivamente vehemente, mis interlocutores podrían pensar que me ensaño insistiendo en vendettas personales, y la academia podrá considerar que desvirtúo y pervierto los fundamentos mismos de la escritura ensayística o filosófica. Escribir, más allá de ser una cuestión de tono, es también una cuestión de estatus, y no puedo aún permitírmelo todo o permitirme cualquier tipo de violencia; ¿puedo permitirme esa violencia verbal si, al mismo tiempo, quiero asegurarme de que mi texto no será encerrado en el cajón de la «escritura femenina» o «escritura queer», relegado a una literatura de segunda división? ¿Puedo tener la certeza de que, por querer yo ser clara y pedagógica, por no dar los conceptos por sabidos, por no utilizar la misma palabrería aséptica y jerga (ojo: no hablo aquí de un lenguaje especializado y necesario), no seré despreciada en la academia, en el mundo de la teoría? ¿Puedo asegurarme, por el contrario, de que el lector común tendrá algún interés en este texto? ¿Para quién escribo y por qué escribir así si tampoco considero mi cuerpo un texto o mi posibilidad de escritura, mi hablar mujer, como si fuera un cosmos, cual realidad fundamentada en el cuerpo o en las vísceras?
Dice Hélène Cixous, en La risa de la medusa:
Si la mujer siempre ha funcionado «en» el discurso del hombre, significante siempre referido al significante contrario que anula la energía específica, minimiza o ahoga los sonidos tan diferentes, ha llegado ya el momento de que disloque ese «en», de que lo haga estallar, le dé la vuelta y se apodere de él, que lo haga suyo, aprehendiéndolo, metiéndoselo en la boca, en la propia boca, y que, con sus propios dientes le muerda la lengua, que se invente una lengua para adentrarse en él. Y con qué soltura, ya verás, puede, desde ese «en» donde se agazapaba somnolienta, asomar a los labios que sus espumas invadirán.
Un texto femenino no puede ser más que subversivo: si se escribe, es trastornando, volcánica, la antigua costra inmobiliaria. Es incesante desplazamiento. Es necesario que la mujer se escriba porque es la invención de una escritura nueva, insurrecta, lo que, cuando llegue el momento de su liberación, le permitirá llevar a cabo las rupturas y las transformaciones indispensables en su historia.
Yo querría defender aquí la rabia, el cabreo, por las mismas razones por las que en la Grecia de Aristóteles (aquel señor de razón mayúscula, juicio recto y términos medios) los hombres desconfiaban de las mujeres, y se inventaban conspiraciones femeninas (¡hembristas, incluso, si se me permite el anacronismo!) para mantenernos relegadas: ¡nos tenían miedo! Si la razón y la templanza han sido históricamente monopolizadas por los hombres, no creo que la solución para nosotras, escritoras, sea asumir esa posición, como si por el camino hubiéramos dejado de ser subalternas. Si algo hay que hacer, será reventar la forma y fondo de la razón (masculina) que se impone como única posible: «dejar de escribir como los chicos: con voces falsamente neutrales», que dice Aixa de la Cruz. Hay que abandonar la impostura de lo masculino: ¡hemos de escribir ensayo de forma diferente y rigurosa!
No creo que para «dejar de escribir como los chicos» toda novela escrita por una mujer tenga que hablar de La Manada, generalizar a partir de cada experiencia cotidiana; ni siquiera que todo poemario que busque un hablar mujer o una escritura femenina deba proceder de una experiencia del cuerpo, de la interioridad y las entrañas, o desligarse de aquello que ha sido tomado como imaginario simbólico de los hombres. Rechazo estas naturalizaciones y rechazo, incluso, la consideración de que un texto femenino no puede ser más que subversivo: pero también me sirvo de ellas a mi favor, como quiero, y traiciono a mis antecesoras empleando sus términos como a mí me da la gana; es una manera, ya lo saben ustedes, de superar cualquier angustia de la influencia. Y, también en el rechazo, me reafirmo y me hilvano con otras palabras de Cixous; como cuando dice, contradictoria y extraordinaria:
Imposible, actualmente, definir una práctica femenina de la escritura; se trata de una imposibilidad que perdura, pues esa práctica nunca se podrá teorizar, encerrar, codificar, lo que no significa que no exista. Pero siempre excederá al discurso regido por el sistema falocéntrico; tiene y tendrá lugar en ámbitos ajenos a los territorios subordinados al dominio filosófico-teórico.
Seamos viscerales (volvemos a las primeras palabras de este ensayo: yo afirmaba «estar hasta el coño», no lo olvides nunca). Escribamos desde, por y para el sonido militar de la palabra, como aquella descripción de Virginia Woolf en The Mark on the Wall: quienes escriban novelas (¡o ensayos, pues qué más darán los géneros, genus, genre, y no solo los literarios!) en el futuro se darán cuenta más y más de la importancia de las reflexiones, dejando la descripción de la realidad fuera de sus historias. «El sonido militar de la palabra» será suficiente. La mejor violencia que podemos ejercer y la mejor forma de ultrajar la Escritura mayúscula y masculina será ese «sonido militar de la palabra». Y esto implica necesariamente vehemencia. He aquí un ensayo sobre necesidades, contingencias, errores en la delimitación, gilipolleces ajenas y propias… y un sentimiento generalizado de estar hasta el coño.
Pero vamos a relajarnos un rato (otra vez; sí, sí, insisto, porque aspiro a tu comodidad); sírvete un té o una copa.
Construir, mediante lo escrito y lo dicho, la voluntad de que el otro escriba y hable: enseñar un sistema de signos, una lengua «que no es una entidad y no existe más allá de los sujetos parlantes». Sé tú, lector, ahora y aquí, mi interlocutor, mi sujeto parlante: escribo libros como las tumbas de otros árboles menores (arbor, arbre, la arbitrariedad del signo lingüístico). Soy consciente de la distancia. En nueve meses no seré madre: seré autora. Las dos son posiciones de ternura, pero una autora exige grandilocuencia y reconocimiento: una autora se impone al mundo, impone su deseo; en la maternidad, es el deseo (¿y de dónde viene?) el que se impone.
No quiero imponerle al lector de este texto ninguna verdad. No quiero que piense que yo, por haber leído a algunos autores y reflexionado sobre ciertos temas, ostento una posición de superioridad sobre él. No estoy en ningún pedestal: lo que busco es entablar un diálogo y abrir caminos de lo posible. Y creo que en este diálogo cualquiera puede participar; e, incluso, tomar la palabra. Esto es un libro sobre lo trans, sí, pero no está dirigido, o no tiene por qué estarlo, a un público trans. No será consumido mayoritariamente por gente trans: lo sé de antemano; y ni siquiera estoy tan segura (pista, pista: parte de lo más importante que tengo que decir va por aquí) de que ese colectivo denominado «gente trans» exista como categoría congruente. Y eso hace su escritura mucho más difícil. ¿Cómo huir del hermetismo, de la jerga inevitable, de las expresiones académicas? ¿Cómo plantear una teoría coherente del género y hacer, al mismo tiempo, que una parte suficiente de la susodicha llegue, provoque y extienda debates más allá de un público especializado?
Sé que voy a fracasar, pero también debemos permitirnos los fracasos. La formulación más radical de una idea no implica, por sí misma, que una idea sea radical. Asumo que las ideas tienen cierto peso: asumo que una idea conlleva unas características necesarias, inamovibles. La más virtuosa de las ideas puede acarrear todo el peso del mundo para su portador (¡y pobre del Atlas filósofo que cargue con esa piedra, obligado a soportarla sin ayuda!), pero este peso (que no gravitas) es inútil si no alcanza a alguien. Si una idea se mide en sus efectos, lo propio es una parodia de lo kantiano. Estos prolegómenos no deben dirigirse en exclusiva a los maestros futuros, como instrumento para la elaboración de una ciencia: un texto debe abrir la posibilidad de una perspectiva radicalmente distinta del mundo. No es divulgación, sino transparencia; no a la niebla, sí al cristal. Te invito a extender la vista y contemplar todo este territorio textual.
Querría incidir muy brevemente en la estructura y composición, antes de resumir el contenido de cada uno de los capítulos de este libro. Algunos se articulan como extensas reflexiones y digresiones teóricas a partir de los textos de otras personas: sirven, así, como respuesta a debates y preguntas que ellos han planteado y que yo empleo como trampolín para, en un último capítulo, unificar y dar coherencia a tesis propias. Cada uno de ellos insistirá varias veces en algunas de las cuestiones más importantes de todo el libro, con la intención de que el lector tenga la posibilidad de leer cada uno de los ensayos como piezas separadas, o bien como un conjunto de engranajes autónomos que al mismo tiempo guardan una conexión y una unidad. En otros capítulos desarrollo conceptos y reflexiones de forma más independiente a los textos de otros, si bien también tendré, necesariamente, que utilizar la obra de terceros para abrir diálogos con el discurso propio; serán disquisiciones con mayor libertad, divididas en subpartes. En los distintos textos aparecen temas como la diferenciación entre el sexo y el género, la noción de tecnología del género en Teresa de Lauretis, las reactualizaciones y críticas posibles al psicoanálisis lacaniano o la herencia de la fenomenología en lo que debe ser una concepción contemporánea del género.
El primer capítulo, «Adquisición y autodeterminación del género: tener contra ser», traza una brevísima genealogía, a partir del trabajo de Joanne Meyerowitz, de las explicaciones que la ciencia ha ofrecido a la existencia de las personas trans en Estados Unidos y Europa, particularmente a principios de los años veinte, vinculándolas con la actualidad (a partir de algunas críticas elaboradas por Miquel Missé o reactualizaciones posibles de la adquisición del género) y dando una respuesta crítica al discurso voluntarista que se sirve interesadamente de una supuesta autodeterminación del género; esta respuesta será elaborada, primero, a través de algunas nociones del psicoanálisis lacaniano; segundo, a través de la construcción del sujeto presente en la obra, entre otros, de Judith Butler. La cuestión central es ofrecer una explicación coherente al proceso de socialización en el género o de adquisición de la diferencia sexual en las personas trans.
El segundo capítulo, «Política identitaria, la izquierda y lo trans», responde a la pregunta de si es pertinente o no tomar como territorio de debates posibles un concepto tan estrechamente ligado a vidas humanas: el diálogo se entabla así tanto con la escritora y columnista Alana Portero como con sus críticas más agresivas, supuestas representantes de un feminismo radical transexcluyente, como lo son Lidia Falcón o Paula Fraga; si antes vinculábamos el pasado al presente, aquí vincularé el presente al pasado, examinando repeticiones históricas en distintos contextos. El otro componente fundamental de este capítulo es la crítica a una supuesta izquierda «neomaterialista», enemiga de la «izquierda cultural» o de las «políticas identitarias», que trataré en detalle con reflexiones sobre marxismo, trampas de la diversidad y Richard Rorty. Estos puntos me sirven para entablar una reflexión que esboza algunas de las teorías centrales a este libro sobre el género como sistema, la existencia generizada en general y las particularidades específicas a la existencia trans.
El tercer capítulo, «Contra la tolerancia y la estadística», toma la forma de una digresión libre en la cual critico la noción de tolerancia (que se ha vuelto omnipresente a la hora de conceptualizar la relación del público general con las personas LGTB y las personas trans en particular) y desmonto la coherencia sociológica del grupo personas trans, examinando también cómo uno de los datos con mayor frecuencia mencionados en el panorama español, el del 80 % de paro entre las personas trans, no tiene ningún fundamento estadístico: de estos factores extraigo algunas conclusiones sobre mi relación posible con el lector y, también, la del público general con su propia hipocresía.
El cuarto capítulo, «Teología trans: el evangelio de la Veneno según Valeria Vegas (y los Javis)», hace de puente entre la primera mitad del libro y la segunda, y cierra relativamente los planteamientos teóricos de los capítulos anteriores para examinar una puesta en práctica o análisis posible a través de la crítica cinematográfica a la serie de 2020 Veneno, de Javier Calvo y Javier Ambrossi: analizo cuál es la producción discursiva y el funcionamiento de la serie para tratar discursos contemporáneos sobre lo trans o la construcción de una imagen del colectivo trans que difumina otras intersecciones, como la relativa a la clase o a la historicidad.
El quinto capítulo, «Nadie sabe lo que puede un ano emancipador», es una extensa disputatio con la obra de Paul B. Preciado que examina el Manifiesto contrasexual, Testo yonqui, Un apartamento en Urano y Yo soy el monstruo que os habla. Más allá de la discusión teórica, y para apoyar mis interpretaciones de los textos de Preciado, he incluido como anexo parte de nuestra correspondencia digital, que tuvo lugar muy brevemente entre noviembre y diciembre de 2019.
El sexto capítulo, «Inciso sobre el sujeto del feminismo», entabla un diálogo serio y sosegado con algunas de las representantes en España de la corriente del feminismo filosófico, que estaría supuestamente vinculada a la nueva ola transexcluyente que se vive en los ambientes feministas y trans españoles. Lo hace con la voluntad de tener un debate crítico y mesurado, examinando en particular el pensamiento de Luisa Posada Kubissa (a raíz de su libro, publicado en 2019, ¿Quién hay en el espejo?: lo femenino en la filosofía contemporánea). La segunda parte de ese capítulo critica el anteproyecto de ley trans acordado entre colectivos y Unidas Podemos en 2018, discutiendo también con las reticencias de parte de las feministas a los proyectos de una ley trans y examinando cómo, en buena parte, la visibilidad que estas corrientes han adquirido estaría debida a una pugna por el poder dentro de la izquierda, entre partidos y en los partidos en sí mismos.
El último capítulo, «Después de lo trans», recoge las tesis, teorías y especulaciones deslizadas en el resto de las disquisiciones y disputaciones, con el objetivo de elaborar una teoría coherente, postrans, de lo que pueda ser una epistemología y ontología del género para el siglo XXI. Es un objetivo ambicioso en relación con el cual es imposible que sea plenamente exitosa. Espero animar, al menos, todos los debates posibles: tanto filosóficos y conceptuales como políticos, que son, al fin y al cabo, junto a la sociología, las cuatro disciplinas examinadas en este libro.
Si «Después de lo trans», como capítulo final, recogía las tesis y consecuencias teóricas de lo planteado en el resto del libro, el epílogo posterior hace las veces de recapitulación política y toma de posiciones. La teoría, aunque sea placentera, no es necesariamente un arma política: esta última intervención intentará salir de de los debates bizantinos para establecer algunos puntos de partida sobre el debate y las direcciones posibles de la izquierda.
Será un placer ser leída.