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Al este del Arbat, de Hanna Krall
Prólogo de Mariusz Szczygieł. Cómo Hanna Krall sorteó el cerco
1.
Se ha cumplido mi sueño. Cuarenta y dos años después de la primera edición, y treinta y uno después de la última, Al este del Arbat vuelve a ver la luz.
Este libro nos recuerda que Hanna Krall fue una contrabandista. Y contrabandista de la Unión Soviética, nada menos.
No hay mejor calificativo para su método de reportera que el contrabando.
2.
Nos encontramos en la época en que el mayor amigo de la República Popular de Polonia era la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. De esta última se puede escribir bien o no escribir en absoluto. La imagen del aliado en los medios, la literatura y el cine polacos estaba controlada, censurada y limitada. Por ella velaban dos instituciones: el Comité Central del Partido Obrero Unificado de Polonia y la Oficina Principal del Control de Publicaciones y Espectáculos, conocida como oficina de la censura. (Como solía decir Teresa Torańska, sin el visto bueno de la censura, ni siquiera se podía imprimir la etiqueta de unas bragas).
Por hacernos una idea, tras la edición en 1960 de los dos primeros volúmenes del Diccionario de la lengua polaca, su autor, uno de los más destacados humanistas del país, el catedrático Witold Doroszewski, fue convocado junto con sus colaboradores a comparecer ante la Comisión de Cultura del Comité Central del POUP. Las autoridades tachaban de clericales y antisoviéticos los dos volúmenes del diccionario. El clericalismo se manifestaba, por ejemplo, en la entrada librar, porque incluía como ejemplo la expresión Dios me libre, y en la entrada querer, Dios no lo quiera. El antisovietismo se ponía de manifiesto en la entrada huésped, pues los autores citaban el proverbio «Huésped a deshora es peor que un tártaro». Llegó a sus oídos que aquello podía ofender a la República Autónoma Socialista Soviética Tártara.
Con la entrada milagro, los representantes de las máximas autoridades reprocharon al diccionario que aunara clericalismo y antisovietismo. Los funcionarios se pusieron nerviosos ante la cita «¡Virgen santa que defiendes la pura Częstochowa y resplandeces en la Puerta del Alba! ¡Tú, que proteges al vulgo del castillo de Nowogródek con su pueblo fiel! Como a mí, que siendo un niño me devolviste a la vida por un milagro», debido a que «el milagro tendría que ocurrir en el territorio de la URSS, cosa inconcebible».
Witold Doroszewski, autor de Fundamentos de la gramática polaca, catedrático universitario desde 1930, se vio obligado a rebatir los reproches de los funcionarios del Partido con toda la seriedad del mundo. Pese a que el catedrático era un hombre excepcionalmente contenido, le temblaba la voz. Como castigo, la tirada prevista del diccionario —veinte mil ejemplares— se vio reducida a catorce mil.
La palabra leninismo, procedente de más allá de la frontera oriental, tuvo su propio valedor: un asistente de Władysław Gomułka, primer secretario del Comité Central del POUP, velaba por que leninismo no tuviera en el diccionario menos líneas que lémur y lenocinio. (Tenía diecisiete, que después de 1989 quedaron reducidas a seis).
Con semejante susceptibilidad de las autoridades respecto a la Unión Soviética se las tuvo que ver la reportera de treinta años que decidió describir la vida en aquel país.
Al escribir acerca de la URSS en aquella época, uno se exponía a dos peligros. Si escribía la verdad, podía hacer enfadar a las autoridades y el texto de todos modos no se imprimiría. Si escribía mentiras, es decir, lo que deseaban las autoridades, se arriesgaba al ridículo, al rechazo de los lectores e incluso a ser tildado de lacayo de Moscú.
3.
Un acertijo para lectores jóvenes.
He aquí la frase acerca de las posibilidades de llegar a la localidad de Vershina en Siberia: «El autobús circula a diario, con la excepción de los días que llueve, cuando se acumula la nieve o el barro primaveral u otoñal, o cuando el camino se llena de baches tras la lluvia, el barro y la nieve».
Los críticos señalaron esa frase como un ejemplo del estilo magistral de Krall y de cómo transmitir una información genialmente construida. ¿Qué hay de extraordinario en ella?
A saber: Krall escribe que el autobús a Vershina circula a diario, pero al mismo tiempo escribe de manera velada que el autobús a la aldea siberiana no circula casi nunca. No lo dice directamente, porque la Unión Soviética debe ser un modelo de felicidad en el que todo está condenado al éxito.
Małgorzata Szejnert llama a este método «sortear el cerco».
4.
Krall, junto con su marido, el periodista de Życie Warszawy [Vida de Varsovia] Jerzy Szperkowicz, marchó a la URSS en 1966. Trabajaron allí durante tres años.
—El secretario de redacción de Życie Warszawy era entonces Leopold Unger, quien más tarde sería columnista de la revista Kultura de París —cuenta Hanna Krall—. Fue testigo de nuestra boda y fue él quien tuvo la idea de enviarnos a la Unión Soviética. Jerzy sabía bien el ruso, porque había nacido en Vilnius, y, como suele decir, la Unión Soviética llamó a su puerta. Yo todavía no trabajaba en Polityka, pero fui a ver al director del departamento extranjero, Henryk Zdanowski, y le propuse que, ya que iba a viajar con mi marido, tal vez podría también escribir algo desde allí para Polityka. Se mostró medianamente encantado. Al fin y al cabo, no me podía decir que escribir desde allí sería un aburrimiento atroz. Me dijo: «Inténtelo usted». El primer reportaje que envié desde Moscú fue «Una velada poética», y después unos cuantos más; pasado un tiempo, regresé unos días a Varsovia. Cuando fui a ver a Zdanowski, ya se comportaba de otra manera. «En las reuniones de la redacción, sus textos, colega, son muy bien valorados». Los lectores tampoco pasaron por alto esos reportajes. A cada paso me repetían que desde allí nunca habían llegado textos así. Me extrañó mucho, porque los había escrito lo mejor que sabía.
5.
Al este del Arbat (Arbat es una calle histórica en el centro de Moscú) no se debe leer hoy como un libro sobre la Unión Soviética, sino como un libro sobre cómo escribir sobre la Unión Soviética. Acerca de la verdadera naturaleza del Imperio soviético aparecería más tarde una literatura no atenazada por la censura. Arbat (como se solía llamar al libro), en cambio, fue escrito de una manera nueva y específica. Una manera que permitía al censor (las más de las veces inteligente y consciente de lo que en realidad quería transmitir la autora) aceptar el texto para su ulterior impresión, al lector tener la sensación de no estar siendo engañado y a la autora no hacer el ridículo escribiendo textos debidamente correctos.
Ese sortear el cerco, tan habitual para muchos reporteros, y sobre todo reporteras de los años setenta y ochenta (especialmente para Łopieńska, Szejnert y Szymańska), se inició precisamente a finales de los años sesenta con los «reportajes soviéticos» de Krall.
«La reportera —escribe Wiesław Kot en el ensayo Hanna Krall (Poznań, 2000)— evita formular diagnósticos generalizadores, y nos sorprende con pequeñas estampas costumbristas».
Deja al ingenio del lector el hecho de que el verdadero diagnóstico se oculte tras acontecimientos aparentemente triviales e insignificantes. Otro elemento del juego con el lector polaco es dar la palabra, siempre que sea posible, a los interlocutores locales, a los que la autora cita aparentemente con la mejor intención, aunque en realidad lo haga con el fin de lograr un efecto de autodesacreditación.
«Imagínese usted que en toda Odesa no hay ni una sola cinta roja —dice la madre de Diachenko, pero enseguida se da cuenta de que está hablando con un corresponsal extranjero que podría pensar mal de Odesa, así que inmediatamente añade—: No es de extrañar que escaseen las cintas. Últimamente se ha inaugurado un gran número de nuevas instalaciones».
Los interlocutores de Krall están alerta, por eso la reportera a menudo señala que es tratada como alguien de fuera. Con este fin introduce la figura del «corresponsal extranjero», que no deja de ser ella misma. Al corresponsal hay que hablarle del país propio y del régimen que en él impera en los mejores términos posibles porque en un futuro cercano traerá la felicidad a todos sus beneficiarios. Sin embargo, los ciudadanos con los que se encuentra el corresponsal no siempre logran ocultar alguna verdad desagradable de la vida cotidiana. He aquí un fragmento en el que la autora deconstruye tal afirmación:
Aleksandra Pávlovna, cuando tenía treinta y dos años, se convirtió en ingeniero principal de la fábrica donde trabajaban seis mil personas. Tiene marido ingeniero y una hija. Tiene un Moskvich 408 con el que viaja los domingos a las afueras de la ciudad. Tiene un piso y en él dos conjuntos de muebles: uno checo y uno rumano. «En cuanto al mobiliario, nuestra industria todavía no alcanza el nivel adecuado», dice Aleksandra Pávlovna, y en esta frase tan minuciosamente construida logra incluir tanto la crítica como el sentido de la proporción (en otras ramas la industria funciona bien), así como la conciencia (en la palabra todavía) de que todo va a mejor.
6.
Merece la pena recordar que en Arbat no hay palabras casuales.
En el reportaje «Los físicos», que es un retrato reporteril-sociológico de aquel grupo profesional de élite, aparece, por ejemplo, la palabra sensatos:
Recuerdan la guerra, el hambre de la posguerra, los años del estalinismo, lo que supuso el xx Congreso… Son adultos. Son sensatos. Saben que su trabajo les permite escudriñar en los misterios del núcleo del átomo, y que el suyo es un trabajo seguro, estable y necesario. Y que será necesario siempre. Todo el mundo sabe cuál es el papel de la física en el mundo de hoy. Es decir, el papel que les toca desempeñar. De manera que no se toman nada a la ligera. Evitan los golpes de efecto. No se dejan convencer por meros gestos, sobre todo cuando saben que no son eficaces.
Sensatos significa en 1967 algo más que para nosotros en 2014. Para los ciudadanos soviéticos la sensatez es una estrategia política y vital. La persona sensata no se expondrá conscientemente a la ira del poder ni a los castigos y represalias que de él emanan.
—La sensatez consistía —dice hoy Krall— en hacer tu vida, en no exponerse, en no enfangarse, en guardar la ropa, en esperar a que escampe.
Y añade:
—Hoy aquellas palabras significan mucho menos, se leen más al pie de la letra. Las palabras en general significan cada vez menos.
De manera que en Al este del Arbat hay palabras de las cuales el lector de los años setenta esperaba mucho más de lo que esperamos nosotros. Al leer este libro vale la pena rastrearlas.